Consumidores ante nuevos retos

Escrito por Jorge Sanz

Ago 15, 2014

15 de agosto de 2014

 

Consumidores: una palabra que hoy en día nos engloba a todos y cada uno de los ciudadanos independientemente de nuestro sexo, edad, raza o clase social. Una palabra que abarca a toda la población, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Todo, absolutamente todo, en la actualidad, tiene que ver con el consumo, y por ende, con los consumidores.

La importancia que tiene el consumidor ha hecho que el marketing lo sea todo en el ámbito comercial y empresarial. El problema pudiera estar en que ha llegado un punto en el que, desgraciadamente, lo único que importa es vender. En muchos casos obviando las condiciones o la calidad de lo que se está poniendo a disposición del consumidor y relegando la satisfacción de la necesidad de la persona a un segundo o último plano.

Quizá nos encontremos ante un supuesto muy similar a lo que está ocurriendo con nuestro sistema político, en el cual la política ha dejado en muchos de los casos de estar al servicio de la ciudadanía, para estarlo al servicio de los partidos. Unos partidos políticos que se han convertido en el fin, en lugar de un instrumento.

¿Han dejado las empresas, a través de sus productos y servicios, de ser un instrumento para satisfacer las necesidades de los consumidores, para convertirse ellas mismas en el propio fin?

 

La información es poder… ¿para quién?

Hoy en día la ciudadanía está más informada de lo que nunca antes lo estuvo, algo que puede hacerse extensible a los consumidores. Los medios de comunicación, fundamentalmente internet, ponen a disposición de la mayoría de las personas información que les puede resultar de gran provecho a la hora de efectuar sus compras. De esta forma, pueden hacer un mejor uso de sus recursos económicos, optimizándolos y evitando gastos innecesarios, superfluos o, simplemente, permitiéndoles disponer de bienes en mejores condiciones.

Esta disponibilidad de información estaría dando lugar a un colectivo de compradores mejor formados. Más cualificados, preparados y protegidos a la hora de contratar o comprar. Pero no debemos caer en el error de obviar a la otra parte. Más aún teniendo en cuenta que estamos hablando de relaciones comerciales, pues de un lado se encuentra el consumidor, pero del otro la empresa, cuyo objetivo (y voluntad) no es otro que el de maximizar beneficio.

Y es que las compañías también tienen información de los consumidores, de sus gustos, sus preferencias, sus hábitos de consumo, su poder adquisitivo, los medios de pago, etc. Una información que antes provenía de elaborados y costosos estudios de mercado, mientras que ahora la información se obtiene, mayoritariamente, del uso de internet, de los smartphones, etc. Toneladas de información sobre nuestros hábitos y gustos que las compañías usan para sus propios intereses comerciales y para diseñar campañas de publicidad que lanzan al público objetivo.

¿Son legítimas las vías por las que se obtiene información de los consumidores? ¿Se trata de una relación de igualdad en la que ambas partes obtienen información de la otra? ¿O estamos ante otro Gran Hermano en el que las empresas lo saben todo y los consumidores únicamente lo que las grandes compañías quieren que se sepa?

 

¿Estamos desprotegidos ante las grandes empresas?

Nuestra sociedad de consumo ha sufrido durante las dos últimas décadas un proceso de globalización que ha terminado con muchas barreras para las operaciones comerciales. Sectores como el de la alimentación, la telefonía móvil o el textil han ido concentrándose a nivel mundial en un menor número de manos. Peces que se comen a otros más pequeños y que terminan por ser gigantes en su sector, sobrepasando la dimensión nacional y continental de su actividad, y operando con total facilidad a nivel internacional.

Pero una vez que una compañía se convierte en un auténtico gigante comercial (independientemente de si hablamos de un ámbito nacional o global), pasa a tener, en la mayoría de los casos, una capacidad de influencia sobre el sector en el que opera que puede resultar incontrolable hasta para las administraciones públicas competentes en la materia.

Pongamos el ejemplo del sector de los carburantes en nuestro país. Los usuarios del parque móvil español llevan viendo cómo las cuatro grandes, al margen de las cotizaciones de crudo, suben de forma continuada el precio de los carburantes hasta alcanzar niveles históricos. Desde la Comisión Nacional de Competencia, se ha venido advirtiendo de una posible concertación de precios, prohibida por ley, e incluso las ha sancionado. Pero la situación, a pesar de las supuestas infracciones y sus consecuentes sanciones, no ha cambiado nada. Las petroleras siguen facturando miles de millones de euros y los precios de los carburantes siguen en una interminable escalada.

Y esto sucede en otros muchos sectores, como en las telecomunicaciones, la distribución, la electricidad o el gas, lo que está derivando a una situación que se escapa hasta de la propia capacidad de control y supervisión de los Estados, degenerando en una alarmante situación de indefensión para los consumidores y usuarios.

¿Debe ponerse algún límite a aquellas compañías que por su tamaño se conviertan en sistémicas? ¿Pueden realmente controlarse y supervisarse las prácticas comerciales de la actividad de los gigantes empresariales por parte de las administraciones de los distintos países? ¿Se encuentra el consumidor ante una relación de igualdad cuando contrata con una gran empresa?

 

El calvario de la contratación de servicios

Cuando uno compra un bien puede funcionar, o no. Cubrir las expectativas que se tenían, o no. Pero al final la relación entre consumidor y vendedor, salvo casos de malfuncionamiento y ejecución de la garantía, no va más allá de la mera compra. En cambio, cuando un ciudadano contrata un servicio o un suministro pasa a convertirse en usuario. Un término que en la actualidad está forzosamente unido a la palabra reclamación y, en muchos casos, a un verdadero calvario.

Actualmente la contratación de un suministro como el de telefonía, luz, gas, internet o televisión por cable consiste en hacer clic aquí, llamar al teléfono –gratuito por supuesto– en cuestión, enviar un formulario –prefranqueado y sin coste– o firmar un contrato en el establecimiento oportuno. Una contratación que se efectúa en la inmensa mayoría de las ocasiones sin abonar el pago de ninguna cantidad en el mismo instante de la formalización.

Pero la realidad de los suministros y de la vinculación del usuario a la compañía prestadora del servicio no es tan sencilla como el inicio de la relación. En el momento de la firma o del consentimiento verbal del usuario, todo un compendio de cientos de condiciones y cláusulas que conforman el contrato que hemos consentido, nos vincula a la empresa a través de una serie de obligaciones para con ella.

Empresas de telefonía fija, móvil, internet, luz, gas, aseguradoras, financieras y demás servicios que enganchan a los usuarios a través de sus contratos, hasta tal punto de impedir la desvinculación del usuario –o si la consienten es bajo penalización económica–; contratos bancarios de renta fija que terminan en fraudes de participaciones preferentes; tarifas de datos móviles que de ilimitadas no tienen nada; mantenimientos de calderas de gas que no son gratuitas más que los tres primeros meses… Y así un sinfín de condiciones de las que uno no tenía ni la más remota idea al contratar y que terminan por suponer un perjuicio económico (en ocasiones gravísimo) para los ciudadanos.

¿Es de recibo que las empresas de servicios y suministros retengan a sus clientes contra su voluntad? ¿Existe seguridad jurídica para los ciudadanos cuando contratan con grandes compañías suministradoras? ¿Son conscientes los consumidores de lo que supone hoy día ser un usuario?

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